Mirad qué gran amor nos dio el Padre,
(1 Jn, 3,1)
para ser llamados hijos de Dios,
y lo somos realmente
El 25 de marzo con toda la Iglesia vivimos la solemnidad de la Anunciación a la Virgen María.
Para nosotros cristianos es una gran certeza: María es la Madre de Jesús, el Hijo de Dios encarnado para ser nuestro hermano y enriquecernos con el don de la fraternidad y la filiación divina.
Un mensaje de verdadera esperanza. Un mensaje de auténtica positividad. Un mensaje de profunda alegría.
Lo es también en nuestro tiempo, que está pasando por un gran sufrimiento. Varias veces en los últimos meses nos hemos visto sorprendidos y doblegados por el sufrimiento, la muerte y la destrucción, inesperados y desconocidos.
Desde muchos lugares, la humanidad se ve sacudida por enfermedades, guerras, odio y violaciones de los derechos fundamentales.
Parece que está en juego la fraternidad entre los hombres, incapaces a veces de redescubrir lo que une y aplastados por egoísmos sin precedentes y prevaricaciones sin sentido.
Sin embargo, en lo más profundo de cada corazón hay una luz que nadie puede apagar.
De hecho, nada puede destruir la imagen y semejanza dada a cada hombre. La imagen, el icono, se puede marcar, desfigurar, debilitar, empañar, pero no se pierde. El hombre puede perder el camino de la semejanza que habla de los mismos sentimientos de Jesús, pero no de la identidad del icono divino, signo y chispa de su sublime dignidad.
Es la verdadera fuerza de donde hacer partir la restauración, la reconciliación.
Y la reconciliación trae amor, perdón, respeto, custodia. La reconciliación lleva a retomar el camino juntos, como hermanos sinceros.
Esto lo garantiza el Espíritu Santo que acoge los gemidos de la humanidad y obra la transformación. Sin embargo, es necesario abrirse al amor y al perdón. Tanto en las pequeñas como en las grandes circunstancias de la vida.
A pesar de las limitaciones y la pobreza de nuestra realidad humana, la luz puede expandirse y adquirir la fuerza de una nueva creatividad.
Mira qué gran amor – nos dice el apóstol Juan mientras nos invita a considerar los dones que ya tenemos. Mira: ¡qué hermoso es que los hermanos estén juntos! Mira: ¡aquí estoy haciendo nuevas todas las cosas! Mira: ¡nada nos puede separar del amor de Dios!
Todo esto hizo posible, con su “sí”, una criatura humana, María, que conoce bien nuestra realidad porque es una de nosotros.
Ella es garantía de nuestra dignidad de hijos, de nuestra realidad como Icono de Dios.
Ella es la Madre que nos invita a hacer lo que Jesús nos dice: amar sin reservas, como Él hizo con nosotros.